Puede haber dos formas de afrontar la colosal imagen de Jerry West. Una, de corte enciclopédico, haría por repasar paciente sus logros, un palmarés estirado en seis décadas, élite en todo escenario, del oro olímpico de 1960 al anillo de 1972, del jugador sacrosanto, moderno hasta la médula, catorce veces all star en catorce años, diez primeros equipos, cinco defensivos, el primer y genuino Mr. Clutch; al ejecutivo, una especie de Midas, autor de los Lakers del Showtime y padre de la unión Shaq & Kobe, diseñador de una primera dignidad en Memphis, de la explosión universal de los Warriors y de los mejores Clippers conocidos. Un paseo interminable, en fin, a una larguísima trayectoria, esquiva a la hora de presumir, que la business card decía consultor a un oráculo en realidad. Tal vez esa forma de contarlo, justa y necesaria, resulte algo convencional y remita a aquello que el lector pueda ya intuir o conocer, o sea, el inmenso registro de toda gran leyenda y su barniz personal.
Y puede haber otra, nunca de menor interés, que aluda al hombre de principio a fin; que se pregunte si la gloria lo fue de verdad, o bien, si algún incurable dolor lo privó de celebrarla. Una visión que arranque en el niño de West Virginia marcado por la miseria y un infierno familiar, la extremada crueldad del padre y el ascetismo de su madre; la muerte en acto de servicio/guerra de su hermano mayor en Corea y el tormento sufrido en casa, la depresión de un niño (condición que ya debería aterrar), con doce o trece años, un niño que dejó de comer (carencia que marcó su anatomía para siempre), tener que hacerlo a fuerza de golpes y dormir con un revólver bajo la almohada por miedo a su padre, al que no habría dudado en matar por evitar otra paliza más. A la gestación, en definitiva, de una ira latente que ningún éxito posterior sería capaz de sanar. Al hombre que Pat Williams, otro ejecutivo, definió una vez como “el más complicado sobre la faz de la Tierra”. No es normal un calificativo así, y por ahí se colaron los guionistas de Winning Time para reflejar hasta la parodia el alma de un hombre atormentado.
No se malinterprete nada de esto. La auténtica legión humana que conoció a este mito confirma sobradamente al hombre luminoso y amable, inteligente y caballero, pero bajo la piel de esa leyenda que se nos fue hace poco, se agitaba también un magma que haría salivar al mismísimo Freud.
Puede que solo hubiera un tiempo feliz, sin matices, fugaz y liberador: los lejanos días del oro de Roma (1960), siendo parte de una de las mejores formaciones olímpicas de siempre. La victoria en estado puro, Pete Newell como ideal de padre, el paso a la condición adulta y el entierro de los malos tiempos, tal fue la plena sensación con la medalla al cuello. Eso era empezar desde muy arriba, y acaso pensar que el futuro sería suyo, que solo dependía de su talento y trabajo. El joven West fue uno de esos ejemplos, contados hasta la saciedad en Havlicek, Jordan o Bryant, de infatigable trabajo en solitario por ser el mejor jugador que podía ser. West hace difícil entender su increíble volumen anotador en la NBA sin triple. Pero la NBA que conoció, su particular batalla, fue un acto de crueldad no muy distinto a los puños de su padre. West fue perdiendo la sonrisa y la fe, que era como volver atrás, conforme avanzó su carrera, la década de los sesenta, sufriendo anualmente el golpazo final contra un muro, los Celtics, que lo privaban una y otra vez de una puñetera alegría a la que se sentía acreedor. Primero fueron las series de 1962, también las del año siguiente, y las de 1965 y 1966, el cambio de entrenador por el sepultado Van Breda Kolff, la llegada de Wilt Chamberlain y la formación junto a Elgin Baylor del primer Big Three de ingeniería mercado, la derrota en 1968 y la peor y más humillante de todas: la de 1969 cuando todo estaba preparado en el Forum para la celebración angelina. No había cielo para él. “Siempre la misma historia –sacudía entonces la cabeza con la mirada perdida–. Luchamos todo lo que es posible luchar y al final… ganan los Celtics”. Esa fue la serie que vio, hasta la fecha, al único MVP en el equipo derrotado, como le había pasado en la Final Four de 1959. Aquella misma noche West hizo a los Celtics 42-13-12. En la serie Winning Time vemos a West cargarse el trofeo en un arrebato de furia y vale como alegoría. “No es ningún honor”, repetiría siempre a la mención más maldita de todas.
Una mañana de aquel verano, tras semanas de reclusión, un amigo consiguió sacarlo de casa, y haciendo footing por Santa Mónica, un fulano que lo reconoció hizo por abrir la herida. “Eres un cagón”, le gritó. West perdió los estribos y de no haberlo contenido su amigo, aquello pudo terminar en tragedia. Contaba Brian Windhorst que cuarenta y dos años después, en una situación depresiva similar, LeBron James, hundido bajo tierra tras caer en las Finales de 2011 ante Dallas, contactó con él por ese mismo motivo. West no empleó paños calientes, nunca lo hizo con nadie, no salvo animarle a seguir hasta romper el muro, que él consiguió finalmente en 1972, tan tarde, tan solitaria y flanqueada por otras dos caídas más ante los Knicks (1970 y 1973) que esa noche había que echarle alcohol para celebrarla. Aquella victoria, aquel único momento de gloria, como un indulto a la injusticia, forjó su carácter último cuya síntesis perdió la cuenta de las veces que repitió en adelante: “There is winning and there is misery”. Así, sin término medio.
En esta revista se contó la historia de un agravio, o una traición –“El oscuro reverso del logo”–, de sentirse West utilizado en ese símbolo sin reconocimiento alguno hasta después de su reciente muerte. Que la imagen del logo se basaba en su silueta, pero la NBA nunca lo admitió para evitar el pago de un solo dólar por, pongamos, derechos de imagen. Cada vez que intentó hablarlo, cosa innecesaria salvo poder morir tranquilo, encontró evasivas de cuatro comisionados –Kennedy, O’Brien, Stern, Silver– y el silencio incómodo de Alan Siegel, el diseñador que entre miles de fotos, cayó prendado por la suya. Hace mucho tiempo que a West no se le podía nombrar este asunto.
Se diría, pues, que Jerry West disfrutó mucho más su etapa de ejecutivo que su carrera de jugador. Pero tampoco es del todo cierto: sí en lo incontestable, ahora sí, de sus victorias, nunca en su respuesta a ellas. En aquella larga etapa Jerry West pudo imponer su poder a mayor grado que de corto, cuando tantas cosas no dependían de él. A West, en traje y corbata, no se le llevaba la contraria si, por ejemplo, amenazaba con largarse cuando los Warriors pretendían traspasar a Klay Thompson por Kevin Love antes de arrancar la temporada 2015. Se cumplió su deseo y se ganó el anillo, primero de los cuatro que vendrían. Del operativo mil veces contado por sumar a Kevin Durant siempre falta la llamada más importante de todas, la suya al jugador. Y daba igual si era Durant o el imponente Phil Jackson. Por aquel proyecto angelino se dejó cuerpo y alma, y algo en lo que sí acertaba la serie de la HBO era en no ser capaz de ver los partidos, que el dolor era físico. Prefería coger el coche y dar vueltas por la ciudad con la narración de Chick Hearn, que apagaba y encendía según el parcial. Si había derrota, no volvía al pabellón. La noche del sexto en la serie del año 2000, el que devolvió la gloria a los Lakers, sus Lakers, tras doce años de vacío, no pudo hacerlo. Enfiló ciento cincuenta kilómetros noroeste, hasta Santa Bárbara, esperando ver cumplida la única orden: “Llamadme solo si ganamos”. Si alguna vez se quedaba en el pabellón y la cosa amenazaba derrota, podía largarse nadie sabía dónde. Más de una vez su mujer, Karen, tuvo que volverse sola en taxi.
En una ocasión, su segundo de a bordo, Mitch Kupchak, recién llegado a la gerencia, cometió la torpeza de proponer ir a su casa y ver juntos el partido de los Lakers. No volvió a hacerlo jamás. “Aquello no fue nada divertido”.
Tampoco lo fue ver a West en su despacho apilando papeles la mañana siguiente al anillo del año 2000. “Me largo, Mitch, esto queda ahora a tu cargo”. Y se largó, además para siempre, cosa que ni él mismo imaginaba. Hacía tiempo que el autor de aquella obra maestra –el olfato felino por el adolescente Bryant y la caza mayor de Shaq– sentía una pérdida de poder en su propia casa. ¿El causante? Phil Jackson, que no llevaba bien su hocico encima, hasta expulsarlo una vez del vestuario delante de todos, una vergüenza que Jerry West jamás perdonaría. Sabiendo que Jackson y Jeanie Buss habían iniciado una relación, que su amigo Buss padre se lavó las manos, no había nada que hacer. Y Jerry West prefirió marcharse.
Jerry West fue siempre esclavo de su instinto, y al igual que Auerbach o Riley, no quería interferencias a su poder omnímodo. Para la elección de Vlade Divac en el draft de 1989 tuvo que llevar la contraria a toda la gerencia, hasta coger él mismo el teléfono a la hora exacta de la elección y ordenar a su enlace en Nueva York que su elegido era el serbio, dejando a Kupchak con un palmo de narices. Acto seguido, abandonó la oficina de un portazo.
Jerry West concedió muchas más entrevistas de las que negó, y en ellas podía ser tan amable como áspero. Sabueso del talento como hubo pocos, dogmático del encaje y no del talento, fue siempre un hombre abierto a explicar su verdad, aunque su primer impulso fuera reparar un agravio. “Escúchame bien, vamos a ganar más anillos con Byron Scott –cuya incorporación fue ampliamente criticada– de los que habríamos ganado con Nixon”. West no soportaba que nadie cuestionara una sola de sus decisiones. Durante su etapa Warriors, abroncó a Tim Kawakami en una de esas llamadas que el mismo West hacía. “¿Puedo publicar esto?”, preguntaba pasmado el cronista. “Naturalmente”. Porque West no tenía nada que esconder. Uno de estos sorprendidos fue el joven Howard Beck, entonces en el Daily News angelino. El periodista no daba crédito a la aparente infelicidad que el mito gastaba. “¿Pero no supone esto una gratificación para usted?”. Y que no, que lo era para la ciudad, los jugadores y su gerencia, pero no para él. Ahí comprobaban los plumillas lo patológicamente privado que estaba West para la alegría, la dicha y la exaltación del ánimo. “Sensible a la crítica, sordo al elogio –aquí aparece el viejo papel de su madre– manejaba un estándar de perfección absolutamente inhumano”.
Para la ceremonia por los 50 mejores jugadores de la historia (Cleveland, 1997) asistieron todos salvo tres: el fallecido Maravich, el operado en la rodilla Shaq, y Jerry West. La versión oficial alegaba su convalecencia por una intervención clínica; la verdadera, su tremendo enfado por las acusaciones de tampering para hacerse con Shaq. El mito no garantizaba un ánimo estable para una cita así, y Beck daba en el clavo: “Es como si todo lo sufrido en su etapa de jugador –ocho Finales perdidas– lo dejara tan marcado que siempre esperase lo peor”.
Lo peor se lo dieron sus Lakers al cabo del tiempo. Eso no lo dejaría en paz hasta la tumba. Poco se ha relatado su deseo de regresar algún día a casa. Desde la muerte de Jerry Buss en 2013 la cosa enfrió demasiado, un distanciamiento aquilatado por su posterior servicio a los Warriors. La contratación de Rob Pelinka de manos de Jeanie Buss en 2017 abrió en West la ventana que esperaba para su regreso. West se ofreció, digamos, por vía interna. No obtuvo respuesta, que es la forma menos valiente del rechazo. Esto le causó un gran daño, y no fue casual su paso entonces a los Clippers. Tampoco unas palabras en su presentación alabando a un “propietario de verdad”, cosa que Jeanie se guardó en el bolso, esperando el momento de resarcirse. Lo hizo en una entrevista, siendo preguntada por su Top 5 ideal en la historia angelina. La ejecutiva dejó fuera a West, incendiando al octogenario a un grado tan extremo como para confesar que tal vez jamás debiera haber jugado para los Lakers (si es que ese era el agradecimiento que suponía dejarse la vida por ellos). Aún faltaba un agravio mayor cuando su hijo, que ocupaba el cargo de Director de Personal en los Lakers, decidió marcharse. La entidad angelina respondió revocando a Jerry West su pase vitalicio (concedido por Buss padre), la butaca y acceso de una de las leyendas más grandes, si no la mayor, en la historia de la franquicia. Hay que imaginar el cruel absurdo de contar con una estatua de bronce fuera del pabellón en el que lo dejaron sin sitio.
La prueba más descarnada de aquella guerra interminable fue que el anuncio de su muerte, la peor exclusiva de todas, fue cosa de los Clippers. Y no del equipo que debería rendir a la pista su nombre.
Meses antes de su muerte, pensando aún en descifrar otra liga de verano, otra camada del draft, un auditorio repleto de estudiantes no sabía bien cómo digerir estas palabras: “Hay cosas que mejor guardarse uno para siempre, cosas que los demás no han de saber”. Para, acto seguido, extenderse en el infierno vivido en su infancia, lo que ya hizo profusamente en la biografía de honrado título: My Charmed, Tormented Life (2011). “He sido un lobo toda mi vida”, confesaba mirando al vacío. “Tenía que serlo, a mi manera, para sobrevivir”.
En ese ingenio diabólico que encierran las redes, una frase/idea despuntó sobre las innumerables muestras de cariño: “Ha preferido morir a ver otra victoria de los Celtics”.
Descanse en paz.
